Con este título confesamos en el credo la fe en la tercera persona de Dios, el Espíritu Santo: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida (vivificantem)”.
La pascua de Pentecostés a los cincuenta días de la resurrección del Señor, nos trae esa venida del Espíritu Santo como alma de la Iglesia, y como alma de nuestra alma. Como alma de la Iglesia, nos congrega en un solo cuerpo, en plena comunión con los pastores. Esta es la fiesta de la unidad de la Iglesia. Y a nivel personal, “los que se dejan mover por el Espíritu Santo, ésos son hijos de Dios” (Rm 8,14). Dios viene a vivir en nuestro corazón, ha puesto su morada en nuestra alma en gracia, vive en cada uno de nosotros como en un templo. “No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?…El templo de Dios es sagrado, ese templo sois vosotros” (1Co 3,16-17). Por tanto, “glorificad a Dios con vuestro cuerpo” (1Co 6,20).
Alma y cuerpo. El Espíritu Santo nos inunda con su amor, no sólo en el alma, también en el cuerpo, haciendo de nuestra carne lugar de la gloria de Dios. La castidad es posible porque es virtud que el Espíritu Santo produce en nosotros, animándonos a superar el pecado y a convertir nuestro cuerpo en templo de su gloria. La sexualidad es lenguaje de expresión del amor verdadero, en su lugar y en su momento, y es un fruto del Espíritu Santo, en el conjunto de la vida cristiana. Los frutos del Espíritu son. “caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad” (Gal5,22-23).
Pentecostés es, por tanto, la fiesta de la exuberancia de Dios que nos concede los dones y los frutos del Espíritu Santo, nos hace sentir con la Iglesia, nos enseña a amar al estilo de Cristo, nos va recordando interiormente todo lo que Jesucristo nos ha enseñado.
Vivimos tiempos de turbulencias en muchos campos. Necesitamos del Espíritu Santo que nos aclare la verdad de Dios y del hombre, que nos dé fuerzas para seguir la voluntad de Dios, que nos impulse a la misión de llevar el Evangelio a toda persona. Por ejemplo, en la defensa de la vida humana. Unos y otros se debaten hasta dónde es permitido matar al niño que anida en el seno materno. Cualquier ley que permita el aborto, será siempre una ley que no está a la altura del hombre. Nunca le es lícito a nadie matar o permitir que se mate al ser humano que comienza a existir desde la fecundación en el seno materno. Todo ser humano tiene derecho a vivir desde que es concebido, y nadie por ninguna razón puede suprimir ese ser humano indefenso. Dejadle vivir.
No se puede invocar el derecho de nadie a elegir, cuando está en juego la vida de otro. Y no se trata de una cuestión religiosa, se trata ante todo de una cuestión humana. La luz de Dios nos hace ver con más claridad lo que la simple razón humana puede descubrir, si no está obcecada por intereses egoístas. Europa, y España dentro de ella, se muere de vieja. Los cientos de miles –más de un millón- de abortos producidos en los últimos años constituyen el suicidio lento de un pueblo, que no es capaz de transmitir la vida a la generación siguiente, e inventa mil razones para justificar este despropósito, lo que ya está siendo una verdadera catástrofe social.
No podemos callar ante este genocidio. Se precisa una política inspirada en la cultura de la vida, que supere de una vez por todas la cultura de la muerte. Una política que favorezca la natalidad, que ayude a las madres a criar a sus hijos en casa, que no penalice a la familia que se abre generosamente a la vida. La mujer no pierde nada por ser madre, sino por el contrario llega así a su plenitud humana. Una educación en el afecto y en la sexualidad, que supere la concepción hedonista de este aspecto vital para el ser humano. La sexualidad presentada a los jóvenes no como un juego placentero, sino como un camino de superación personal, en el que se aprende a amar dándose, sacrificándose, ayudando a los demás, viviendo según la ley de Dios, que quiere siempre lo mejor para el hombre.
Necesitamos del Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que venga intensamente sobre nosotros. Sobre la Iglesia para que se renueve interiormente, a fin de ser testigo elocuente de la novedad de Cristo entre los hombres de nuestro tiempo. Sobre nuestra sociedad, que presenta signos preocupantes de cansancio y de desesperanza. Sobre la humanidad entera. “Envía Señor tu Espíritu, y renueva la faz de la tierra”. Amén.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba
Fuente: "Diócesis de Córdoba"
Fuente: "Diócesis de Córdoba"